Cuando volvió a salir a la calle había un sol enorme. Refregó su nariz con el puño de la camisa y pensó en Celina. Tenía un resfrío bastante duro desde hacía dos días, aproximadamente desde la tarde en que Celina sacó el cuadro amarillo que estaba colgado encima de la estufa y lo revoleó por la ventana después de decirle que ya no hacían falta cuadros, ni aunque fuera el último cuadro de su pared.
Él había bajado descalzo los cinco pisos, tropezando con las cosas que deja la gente en los escalones de los edificios: las bolsas, las bicis, los gatos que lloran. En el segundo piso habían dejado a una mujer.
Se detuvo sorprendido frente a ella. No supo si peinarla o preguntarle qué hacía ahí sola y destemplada. La simpleza de una gota a punto de romperse también puede estar sentada al paso de cualquier apurado y todo esto era muy nuevo y le conciliaba el día revuelto. Continuó deprisa para buscar los pedazos del cuadro que había pintado durante toda su vida.
Afuera la lluvia amenazaba. La mujer lo siguió y comenzó a recuperar las partes de madera que flotaban en la zanja, estaban arruinadas, dejaban correr el óleo matando sin culpa a las formas y a las decisiones.
Él le dijo muchas gracias. Ella le contestó que el amarillo parece lindo pero sólo parece y por cierto es muy débil. Le dijo también, que si no estuviera tan triste hasta podrían haber pintado uno nuevo en azul.
Y casi se fundieron en un beso, pero no sucedió y ella se perdió en la copa del pino que se erguía en la vereda.
Las mariposas están en fuga, le había dicho Celina cuando regresó a la casa.
Desde el balcón se podía ver a Celina recostada bajo la lluvia junto al pino. No pudo. Como tampoco resistió el cuadro. Y esto último ya no lo apenaba, tal vez no eran destino, quizá debía acabar así en una tarde con tormenta, porque al fin y al cabo por débil, nunca había combinado con los sillones.
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Él había bajado descalzo los cinco pisos, tropezando con las cosas que deja la gente en los escalones de los edificios: las bolsas, las bicis, los gatos que lloran. En el segundo piso habían dejado a una mujer.
Se detuvo sorprendido frente a ella. No supo si peinarla o preguntarle qué hacía ahí sola y destemplada. La simpleza de una gota a punto de romperse también puede estar sentada al paso de cualquier apurado y todo esto era muy nuevo y le conciliaba el día revuelto. Continuó deprisa para buscar los pedazos del cuadro que había pintado durante toda su vida.
Afuera la lluvia amenazaba. La mujer lo siguió y comenzó a recuperar las partes de madera que flotaban en la zanja, estaban arruinadas, dejaban correr el óleo matando sin culpa a las formas y a las decisiones.
Él le dijo muchas gracias. Ella le contestó que el amarillo parece lindo pero sólo parece y por cierto es muy débil. Le dijo también, que si no estuviera tan triste hasta podrían haber pintado uno nuevo en azul.
Y casi se fundieron en un beso, pero no sucedió y ella se perdió en la copa del pino que se erguía en la vereda.
Las mariposas están en fuga, le había dicho Celina cuando regresó a la casa.
Desde el balcón se podía ver a Celina recostada bajo la lluvia junto al pino. No pudo. Como tampoco resistió el cuadro. Y esto último ya no lo apenaba, tal vez no eran destino, quizá debía acabar así en una tarde con tormenta, porque al fin y al cabo por débil, nunca había combinado con los sillones.
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