Sala de préstamos Un día conocí a una verdadera musa. Fue en una biblioteca pública, junto a la sala de préstamos y ante la atenta mirada de la Teología. Tal vez quiso el destino que se hiciera la voluntad Dios, de ese Dios que –omnipotente y todopoderoso– vio que en el principio era la nada y creó a la mujer, y todo era bueno. Y allí estaba, con todas sus costillas a la brasa, sus ojos perdidos en la trigonometría, sus labios empapados de palabras y su piel encuadernada. Y allí también estaba yo, con el amor al cuello como una vaca mansa, dudando de los métodos y los discursos, descartando deseos, entrando en su respiración como un niño descalzo, acolchando la almohada, libre de repente. Ni las vías férreas de Santo Tomás, ni el Superhombre de Nietszche, ni el Evangelio según San Marcos, ni la electricidad estática o El Cantar de los Cantares serían suficientes para acompañar sus besos. Ni el libro de las preguntas de Neruda, ni el libro de las respuestas –aún inédito–, ni el infierno...