Rafael González Jiménez
Ya lo dijo nuestro presidente: es necesario incrementar el consumo para salir de la crisis. Hace unos días el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha repetido la misma cantinela. ¡Pues mire usted qué bien! Ya tenemos la receta consensuada entre los principales capitostes occidentales de la política y las finanzas para reactivar la economía mundial y reflotar un capitalismo bastante tocado del ala (bueno, a no ser que al señor Aznar, que en estos días anda diciendo que tiene la verdadera solución para superar la crisis dichosa, se le ocurra algo más interesante, ¡Dios nos asista!). Claro que la receta tiene una pequeña dificultad práctica: que los índices de consumo y de paro no son directa… ¡sino inversamente proporcionales! Y que animar a consumir alegremente a quien con dificultad puede comer cada día –por ejemplo ese más de un millón de familias con todos sus miembros desempleados- no sólo es una frivolidad, sino una verdadera indecencia.
Eso a nivel doméstico; porque si nos situamos en una perspectiva global (¿no estamos en la globalización, en la interdependencia, en la chorrada esa de la mariposa que moviendo sus alas en Japón provoca un tornado en California…, etc.?) la cosa tiene más bemoles. A ver si no: todos sabemos que la crisis es, además de financiera, también energética, ecológica, alimentaria, de recursos naturales básicos… Vamos, que la cosa no se sostiene por ningún lado. Tengamos en cuenta que vivimos en un planeta cuya población se ha visto triplicada en el último siglo; que esta población se divide, de forma perversa, injusta e irracional, en un 20% que derrocha y un 80% que carece de lo imprescindible -es decir, de un 20% que domina y pisotea y un 80% que se siente dominado y pisoteado- siendo esta la razón fundamental de guerras, tensiones, catástrofes ecológicas, movimientos migratorios descontrolados y el largo etcétera de males que vienen aquejando al mundo a lo largo de toda su historia pero que se han ido incrementando en los últimos tiempos. Actualmente estamos asistiendo, además, a la emergencia de pueblos tradicionalmente deprimidos (China, India y Brasil, precisamente los más poblados de la Tierra , serían los casos más señalados) que se van incorporando poco a poco a los patrones de consumo del mundo rico… ¡Y a ver quién les niega ese derecho!
Pero claro, esto nos lleva a un dilema bien difícil de resolver: o continuamos, como hasta ahora, con el hiperconsumo de unos pocos a costa de la indigencia de la mayoría, incrementando con ello las crisis, conflictos y problemas de todo tipo –por mucho paraíso, mucho “estado del bienestar” y mucha gaita que nos quieran contar nuestros mandamases- o capturamos y colonizamos unos cuantos planetas como el nuestro para que, al menos durante los próximos siglos, podamos vivir todos tan alegremente como los ricos jubilados alemanes en las playas de Mallorca, los finos ejecutivos de Wall Street o los pijos de la calle Serrano. O sea, que nos encontramos atrapados entre la indecencia secular y la ciencia-ficción peliculera.
Seamos racionales por una vez y tomemos en consideración lo evidente. Entre otros muchos estudios bien documentados a nivel mundial, la conclusión de una institución tan prestigiosa como WWF/Adena, en su último informe “Planeta Vivo” dado a conocer no hace mucho en Londres, no deja lugar a dudas. En él se demuestra que el consumo de los recursos naturales ya ha sobrepasado en un 30% la capacidad de reposición del planeta y que, de seguir así, hacia 2030 se necesitarían dos Tierras para sostener ese mismo patrón de gasto; y eso sin un aumento significativo de la población mundial. Según los físicos, geólogos, biólogos y otros científicos responsables del informe, la “huella ecológica”, es decir, la capacidad física del planeta para absorber el consumo individual, es de 2,1 Ha . por persona. Pues bien, la media mundial… ¡está ya en 2,7 Ha .!, disparándose en los países ricos hasta las 5,7 Ha . -caso de España- o llegando incluso a las 9,4 Ha . como en EEUU. Es decir que, si todos siguiéramos el modelo USA, necesitaríamos no dos sino… ¡más de cuatro planetas como éste para mantener nuestro actual nivel de vida!... Pues ya podemos darnos prisa en explorar el universo.
¿Hay que resignarse entonces con la desigualdad, la injusticia o la catástrofe? ¿Hay que aceptar la sinrazón y la mentira en la que nos quieren seguir manteniendo los maestros del engaño desde su ambición y su soberbia desmedidas? Yo creo que deberíamos ser capaces de reaccionar, de utilizar un poco nuestra inteligencia y pensar seriamente a dónde vamos por dónde vamos (y en qué podrán pensar de nosotros, de nuestra estupidez, cobardía y abandono, las generaciones que nos sucedan y a las que, si no lo remediamos, vamos a dejar en herencia un mundo arrasado). Desde luego ya hay quien razona y busca soluciones por otros derroteros. Son, claro está, gente que no está sometida a la presión de los votos que se vienen o se van cada cuatro años; o a la servidumbre de esas inmensas cuotas de riqueza y poder que algunos quieren mantener a toda costa. Es decir, gente más normal y más creíble. Como, entre otros muchos, Serge Latouché, con su interesante ensayo “La apuesta por el decrecimiento” (Editorial Icaria), o Nicolás Ridoux que, en una obra a mi juicio clarividente (“Menos es más. Introducción a la filosofía del decrecimiento”, en los Libros del Lince), exploran caminos a todas luces más sensatos, basados en un axioma indiscutible: en un mundo de recursos limitados el crecimiento no puede ser ilimitado (sobre todo si pensamos en el crecimiento “de todos”, asunto irrenunciable desde cualquier principio ético que merezca tal nombre); por lo que esta economía demente, basada en una espiral progresivamente acelerada de producción y consumo sin fin, sólo puede llevarnos al desastre total, ocurra éste con la actual crisis o con la siguiente, el verano próximo o al otro, con cuatro millones de parados o con ocho y medio.
No creo que haya que cavilar mucho -o hacer muchos “másteres” en Harvard, de esos a los que nos obliga el acuerdo de Bolonia- para llegar a ver las de Perogrullo: que no hay que gastar y consumir más, sino menos (me refiero a nosotros, a los habitantes del mundo guay, claro está); que no hay que correr tanto, sino parar y pensar un poco; que no hay que crecer y crecer sin límite, sino menguar y adelgazar lo necesario (¡nos sentiremos más ágiles, más lúcidos y con menos colesterol!); que hay que repartir entre todos, los más próximos y los más lejanos –trabajo, recursos materiales, tiempo, ocio…- con el fin de que a todos alcance; que las megaurbes que van creciendo de forma descontrolada a lo largo del planeta tal vez no sean los lugares más adecuados para la vida humana (¡digo humana!); que tener muchas cosas no significa ser más nada; que dejar que la economía decida las necesidades de la gente y gobierne nuestras vidas es una locura…
En fin, cosas así de simples ante las que sólo tenemos dos alternativas: o cambiamos significativamente el rumbo, el modelo económico y las formas de relación del ser humano con el medio, de manera inteligente y controlando racionalmente ese cambio…, o la realidad de los hechos se encargará de hacernos cambiar a las bravas de forma más o menos traumática (seguramente más).
No nos queda otra.
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