DEL SILENCIO A
Conocí hace muchos años –creo que desde que me alcanza la memoria- a una mujer que era sordomuda. sabía por la gente que le rodeaba muchas cosas de su vida, cosas que me parecían grotescas en su mayoría.
A veces me preguntaba si alguno de los sonidos que emitía, realmente formaban parte de la conversación que de vez en cuando teníamos.
Era inevitable la repetición de las preguntas, de las respuestas, así que la comunicación se convertía en un momento de angustia para las dos.
Yo pensaba que aquel ser humano era un simple elemento dentro de su familia, de sus amistades, un elemento que complicaba la convivencia, hasta crear un margen necesario para sacarlo en un momento determinado.
Su vida había pertenecido a sus padres hasta que se casó, después a su marido… más tarde también a sus hijos. Todos hablaban por ella, por lo que también todos pensaban por ella. Llegué a la conclusión de que era una mujer sin contenido, sin alma. Con la única fuerza de la ira por carecer de palabra. Una especie de mano única que ejecutaba acciones por la orden ajena.
Del sufrimiento que manifestaba a menudo, jamás encontré la razón, no la razón por el mismo, sino la razón de que no lo evitase, no lo resolviese.
A veces la miraba cuando permanecía en silencio dentro de su silencio. Los ojos se arqueaban hacia abajo… los ojos… en los que me detuve no hace tanto, descubriendo un doble color. La comisura de sus labios se prolongaba hasta delimitar la barbilla, las manos pálidas, las uñas pequeñas y alargadas y que se habían convertido en la fonética imposible.
Usaba la aguja de gancho para unir todos sus cabos, para tejer sus hebras sueltas. los únicos hilos que manejaba eran los de aquellas melancólicas puntillas que morían sin más honor, en una toalla que jamás se usaría.
Labores mudas, sin color, confinadas a la estática rutina. A la muerte sin una previa exhibición y sin más gloria que la de su caricia.
Vivía con esa extraña asunción del que tiene impuesta una condena hasta el momento de su muerte. Intento recordar alguna secuencia de carcajada plena, de desinhibición, pero no lo consigo.
En la calle era guiada. su decisión se ignoraba porque sus pensamientos no tenían altavoz.
Muchas veces la vi revolverse como un animal. En su descontrolado ataque, encontré la falta de dignidad y el absoluto “no” al perdón de tantas cosas, y para quienes pensaron que no había corazón en el hueco de su pecho ni razón para compartir.
Durante mucho tiempo aquella mujer me llenó de dudas, me hizo llorar, me hizo sentir y me prestó su brújula, la que jamás había usado, la escondida en otro bolsillo. Aprendí de sus silencios a caminar sola pero al lado de otro ser humano. Me hicieron fuerte sus debilidades, me hicieron segura sus arenas movedizas y alegre la distancia entre nosotras.
Decidí no imitarla ignorando su huella. Hice desaparecer la imagen donde aparecía borrosa. Descargué su armario de la ropa más fea y le puse la voz con que me llamaba en sueños.
No conseguí eliminar su espacio porque era la caja de mi existencia y una fuerza extraña me deshacía el intento.
La maldije cada día una vez, y quise necesitarla a mil kilómetros. La llamé cuando no estaba y siempre la despedí.
Todo lo sentido junto a ella y a través de ella, hizo que mi vida sea una revolución constante, que mi infelicidad se alterne con mi dicha, que sea posible mi palabra y que mi herencia no llegue hasta mis hijas.
Llevo poco tiempo descifrando su enigma. Pienso que es el tiempo, en el que he subido a su escalón y la miro sin dificultad, ni desde arriba… ni desde abajo. Estoy en su capítulo, dentro del mismo libro, y represento el mismo personaje aunque mi traje es soberbio y mi diálogo brillante.
Siento que mi capacidad se ha comprobado, mi responsabilidad se ha comprometido, mi naturaleza se ha conservado. A qué hombre puede exasperar mi inteligencia si es un bien común? Quién puede hacerme callar si pido la palabra?
Soy mujer y madre, a veces sorda, a veces muda. Con el derecho y la libertad del error, con la ingenuidad de salvar mi mundo a golpe de amor.
Trato de entender que el legado ha sido difícil para ellos. Asumir el papel de héroe queriendo ser salvado, ha agotado al hombre en numerosas ocasiones, lo ha apartado secuestrándole las emociones y nos ha enfrentado. Pero hoy es el día número uno, en el que las memorias se han levantado descansadas, dispuestas para la labor y no para la batalla.
Un día, en una de mis visitas, mi madre, la mujer sordomuda, me regaló una fotografía. En ella aparecían un hombre y una mujer, daban la espalda a un fondo de tela, único imagino en el estudio del fotógrafo (columnas y una escalinata con la luz justa para encubrir la realidad y engañar al objetivo).
Él apretaba entre sus labios, bajo los pies… la hombría. Nadie habría discutido su fuerza ni el descaro urgente por destacarse grande. Reflejaba su condición, aportando al plano un sombrero correctamente tomado y un habano sumiso entre los dedos. No había desigualdad en su porte. Base y altura indivisibles entre dos para un área humana. A su izquierda… la mujer, la boca entreabierta, el vestir negro por cuestiones de moda y de decencia, las manos educadas para plegarse contra el pecho. Un abanico mudo, por estar cerrado. Ofreciendo su guerra inadvertida.
Pregunté el por qué del regalo y gesticuló que era su tía, una mujer muy lista y que leía mucho. Me pareció que no había respondido a mi pregunta, pero no quise insistir, yo era joven y mi curiosidad no perseguía a gente con tanta edad. Han pasado muchos años y aún conservo esa fotografía de la mujer modelo de la mujer sin habla.
Aquella mujer enamorada del hombre, al que perdió muy joven y la que luchó sola, de la que conservo la sugerencia subliminal de mi madre de que leyera.
Mi tía-abuela sordomuda, mi abuela sordomuda, mi madre sordomuda, ya me dejaron. sin entender la mayoría de sus gritos, sin saber claramente qué pensaban, pero con sus historias a las que sobran las palabras.
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