Contáme un cuento
de Henry
Cuando Rogelio apoyó la cabeza sobre la almohada tenía varias noches sin descanso acumuladas. Durante el día se la pasaba bostezando tanto, que no llegaba a taparse la boca. Algunas veces la mano llegaba tarde, lenta por el cansancio, y quedaba tapando una boca ya cerrada. En otras oportunidades la mandíbula recogía el aire de manera que los tensores del cuello se estiraban como si levantara doscientos kilos por la medalla olímpica, pero llegaba la noche, y al momento de acostarse quedaba completamente desvelado.
Apoyado sobre el respaldo veía como el reloj se reproducía y mutaba. La luz de la habitación era oscura durante treinta y cuatro segundos. Después empezaba a ponerse gris y veía primero el contorno de la puerta. Unos números más en el reloj y notaba el borde del placard y el picaporte. Después de un rato ya contaba las tablas del piso de madera que estaban hacia la izquierda y cuantas lo cortaban sobre el borde del zócalo. En el techo de ladrillos tenía diferenciados ya cinco tipos de personajes. Sobre el borde izquierdo, arriba de la puerta, estaba el narigón con un sólo ojo abierto, como cuatro pasos más adelante, si pudiera caminar en el techo, se encontraba con el que tenía la boca abierta y el brazo húmedo señalando a las dos señoras de la esquina contraria, que seguramente conversaban sobre su conducta de espiarlas.
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