Lalibela es un milagro. Un pueblo perdido en las tierras altas al norte de Etiopía alberga uno de los conjuntos arquitectónicos más cautivadores del mundo: una docena de iglesias talladas en roca viva en bloques únicos bajo el nivel del terreno. Pero lo asombroso no es eso, a pesar de que cuesta imaginarse a los artistas del antiguo imperio de Aksum, allá por el siglo VII, cincelando toneladas de piedra volcánica hasta lograr que brotaran monolíticas catedrales en profundas zanjas. Lo verdaderamente milagroso es que Lalibela ha permanecido incomunicada hasta hace una década. Lo fascinante es que sus templos siguen en activo como el primer día, acogiendo inmutables los ritos, plegarias y salmodias tal y como se desarrollaban en la época de Lalibela que, aclarémoslo, no es un lepidóptero ni una hierba aromática sino el nombre de un rey que se llevó injustamente la gloria, ya que el complejo estaba prácticamente terminado cuando subió al poder en el siglo XII.
Un capellán discreto
El mundo no tuvo noticias de Lalibela durante siglos. El primer relato llegó a Europa por boca del capellán de la Embajada de Portugal en 1521, pero fue excesivamente discreto. Decidió quedarse corto en su descripción convencido de que si se ajustaba a la realidad perdería credibilidad. La ciudad santa de los ortodoxos etíopes siguió así sumergida en su sueño histórico hasta mediados del siglo pasado, cuando los investigadores repararon en ella. El camino lo abrió el arquitecto e historiador italiano Monti Della Corte tras una cabalgada de 50 horas en mula. En 1965 se crea el Fondo Mundial de Monumentos y elige la restauración de las iglesias de Lalibela para su proyecto inaugural. Los cibercuriosos pueden ver el escaneado en tres dimensiones que hizo el organismo el pasado año: www.wmf.org/video/3d-laser-scanning-churches-lalibela-ethiopia.
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