Vi en Colomine cientos de rostros, oí decenas de conversaciones, me topé con muchas personas que caminaban o se afanaban en algo o estaban sentadas. Sin embargo, a causa de lo intermitente de aquellas imágenes en la llama trémula de las lamparillas, debido a lo fragmentario y al ritmo con que cambiaban, no soy capaz de dotar a nadie de ningún rostro ni unir ninguna voz con una persona concreta de las que allí conocí.
El viaje que sigue consiste en sumergirse en el Gran Bosque, hundirse en él, bajar hasta el fondo, hasta los laberintos, túneles y espacios subterráneos de otra realidad, verde, tenebrosa e inescrutable. El Gran Bosque tropical no se puede comparar con ninguno europeo ni tampoco con la selva ecuatorial. Los bosques de Europa son ricos y hermosos, pero tienen una dimensión mediana, y sus árboles, una altura moderada: podemos imaginarnos a nosotros mismos subiendo a la punta del fresno o el roble más alto. La selva, por su parte, es una maraña, un enredo de ramas, raíces, arbustos y lianas atados en un nudo gigantesco; es la biología que no para de multiplicarse en medio de la asfixia y el hacinamiento, un cosmos verde.
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