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SALA DE PRESTAMOS

Sala de préstamos

Un día conocí a una verdadera musa. Fue en una biblioteca pública, junto a la sala de préstamos y ante la atenta mirada de la Teología.
Tal vez quiso el destino que se hiciera la voluntad Dios, de ese Dios que –omnipotente y todopoderoso– vio que en el principio era la nada y creó a la mujer, y todo era bueno. Y allí estaba, con todas sus costillas a la brasa, sus ojos perdidos en la trigonometría, sus labios empapados de palabras y su piel encuadernada. Y allí también estaba yo, con el amor al cuello como una vaca mansa, dudando de los métodos y los discursos, descartando deseos, entrando en su respiración como un niño descalzo, acolchando la almohada, libre de repente.
Ni las vías férreas de Santo Tomás, ni el Superhombre de Nietszche, ni el Evangelio según San Marcos, ni la electricidad estática o El Cantar de los Cantares serían suficientes para acompañar sus besos.
Ni el libro de las preguntas de Neruda, ni el libro de las respuestas –aún inédito–, ni el infierno de Dante o de Milton serían suficientes para vaciar el ansia, para sentarme a la derecha del padre, para mirarla desnudo –de reojo–, y rebañar sus párpados, para decirle que no hay moscas en febrero, para tocarla en silencio y desnudarla, en ese o cualquier otro paraíso, para morder el corazón de la manzana y entrar juntos al mundo como quien entra al mar, para abrazarla muy fuerte y muy despacio –con brazos de serpiente– como si no existiera.
Un día conocí el amor entre los fondos y trasfondos de la Teología. Un amor inesperado y lúbrico –tal vez platónico– lleno de llamas y de noches oscuras, tendido con dos pinzas en las cuerdas del sueño.
Allí estaba, sola como la luna, perfumada de matemáticas y cuentas de la vieja, mirándome a los ojos distraída, con el escote abierto en un triángulo equilátero, mostrando sus tangentes, sus senos, sus cosenos. Y yo a dos metros de su vida, en el ángulo indicado, atento como el búho de Atenea, llenando los estantes de mis sueños de libros de aventuras y caballerías, leyéndole las rayas de la mano como una Celestina, besándola, editándola, rindiéndola y fijándola a mi lengua, limpiando sus caricias, dándole esplendor.
Tal vez fuera la Beatriz de Dante, la Guiomar de Antonio, la Julieta de Shakespeare, la Melibea de Rojas, la Olivia de Popeye. Tal vez el dios pequeño del amor –valiente imbécil– vino a clavarme su reptil deseo, su risa, su ternura, su silencio, su utopía, Tomás Moro, su utopía.O tal vez fuera mi imaginación –o tanto estudio– y no hubiera molinos, ni ovejas, ni Toboso, ni biblioteca, ni musa, ni cuentas de la vieja, ni nada de nada. Como en el principio.


Publicado en Tribuna Universitaria
Imagen: Chema Madoz

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